Tengo 24 años. Los cumplí el 24 de mayo de este año. Los familiares de 24 personas asesinadas por Sendero Luminoso en el Centro Poblado Naylamp de Sonomoro, Junín, acaban de recibir los cuerpos de sus seres queridos.
Fue una noche de abril de 1990 en Naylamp de Sonomoro, a seis 6 horas de Jauja, en lo que conocemos como el Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). Una columna senderista (“entre 380 y 400” terroristas”, recuerda un sobreviviente) entró al centro poblado y asesinó a 48 personas. Mujeres gestantes y niños. Familias casi enteras. Hasta hace una semana no sabía nada de esto. Hace ocho años se cumplieron 20 años de la masacre. Nadie me contó de esto entonces, tampoco. Sí me contaron que se cumplían 18 años de la captura de Abimael Guzmán. No sentí nada, aunque sentía que algo debía sentir.
Cuando uno busca “Naylamp de Sonomoro” en Google, te sugiere tres palabras: Sendereo, Terrorismo, Satipo
El alcalde del Centro Poblado Naylamp de Sonomoro es familiar de desaparecidos y sobreviviente de la masacre. Es israelita; no está de acuerdo con que se haga una misa católica por los desaparecidos, muchos de los muertos eran evangelistas o de otros credos. La misa se hará de todas maneras. Cuenta que pensaba que habían sido solo un par de muertos, pero que al recorrer el pueblo al día siguiente encontraron todo manchado de sangre, brazos, piernas y torsos abiertos desperdigados por las calles. Mujeres y niños despedazados. Fue horrible, dice. Ya he escuchado historias así antes. Es el parafraseo de un recuerdo con 28 años de antigüedad. Algo falta. Mientras me habla, detrás de él, hay ataúdes, 24 ataúdes. He visto estos ataúdes, blancos, pequeños, como para niños, todos iguales, antes. Los he visto en fotos en el Lugar de la Memoria, en los archivos de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Pero estos son diferentes, este es otro luto. Este es un Perú cansado de llorar. Este es el “año de la reconciliación y el diálogo nacional”. Estos son los días del mundial. ¿Es más fácil documentar a víctimas que no lloran? Uno pensaría que sí.
Una mujer se reencuentra con su esposo después de 28 años. Ve cómo lo arman en un ataúd blanco a partir de restos que sacan de una bolsa. Los ponen sobre una sábana que ella misma acomodó para él. Una de las bolsas dice “Fragmentos varios”. ¿Ahí está su sonrisa? ¿Sus recuerdos? Es casi todo polvo. La mujer dice que siente que se hizo justicia, pero que es injusto. Que se siente tranquila pero herida, con rencor. Que el Estado enjuició a los (“perdonen la palabra”) sinvergüenzas, pero que se ha olvidado de ellos, los familiares. Sus dos hijos son policías. Trato de entenderla. Es el sentir que se impregnará los siguientes tres días en la plaza de armas de Pangoa, donde se llevó a cabo la recomposición de los restos y su entrega.
El ministro de Justicia, Salvador Heresi, debía estar presente, pero su llegada estaba en duda debido a una reciente emboscada terroristas contra el Ejército en el VRAEM. La mañana de la ceremonia nos enteramos que no asistiría para “no poner en riesgo la vida de personal del Estado”. “¿Y nosotros qué?”, reclama una representante de las víctimas. “Esto no es reconciliación, esto es dejadez”. Parece que todos sienten lo mismo, pero deben mantener las formas.
Han puesto los 24 ataúdes frente a un escenario con un cartel que lee “Víctimas de la violencia política de CP Naylamp de Sonomoro”. La tipografía es la de Disney. Las autoridades en el escenario se pasan pañuelos por la cara. No por los ojos. Hace un calor durísimo. Estos desaparecidos son distintos. No entran en la tipificación usual, oficial. Siempre se supo dónde estaban, lo que se queríía era un entierro digno, que se les reconozca como víctimas de Sendero, y a sus familiares como víctimas de la violencia política. Con las reparaciones que eso conlleva. “Es simbólico, no hablemos de costos”, dice el alcalde de Pangoa sobre las reparaciones económicas. Fue su voluntad la que ganó aquí. Él hizo que el entierro fuera en Pangoa, a pesar de que no todas las familias estuvieran de acuerdo. Él quiso hacer misa católica, a pesar de que no todas las familias estuvieran de acuerdo. Él quiso que se les hiciera un mausoleo a los desaparecidos. Estamos a cuatro meses de las elecciones municipales. Un fotógrafo cuenta que la masacre se dio durante la campaña electoral de 1990. Que Mario Vargas Llosa no se pronunció al respecto. Que Alberto Fujimori sí. Eterno retorno.
Las 48 víctimas fueron asesinadas por gente con una “ideología contraria a la nuestra”, dice el fiscal a cargo de la exhumación cuando le toca hablar. ¿Cuál sería la nuestra? “Justicia es entregarle a cada quien lo que le corresponde”. El fiscal anuncia el nombre de cada una de las víctimas, y sube el familiar a cargo del recojo de sus restos para recibir el certificado de defunción. Me acerco a uno de ellos después de que recoge el certificado de su hermana, una mujer que estaba embarazada cuando la asesinaron. Me dice tímidamente, casi con culpa, que no puede hablar ahora. Que le faltan recoger dos certificados más.
¿Es esto justicia? Tengo 24 años. No viví la captura de la cúpula senderista, pero ya viví la liberación de varios de ellos. ¿Fue eso justicia? Sí viví el juicio a Alberto. Recuerdo su condena. Recuerdo las palabras de Hildebrandt: “Hoy, el Perú es un país mejor”, cuando él aún pertenecía a la que era para mí la parte aburrida de la televisión. La ignorancia es atrevida, sobre todo cuando es inocente. Recuerdo su indulto. ¿Fue eso justicia? Recuerdo las palabras de Raida Cóndor.
-¿Y ese dolor, cuándo cree usted que va a terminar?
-Será cuando lo condenen, cuando lo metan preso a Fujimori...dejaré de sufrir un poco.
Recuerdo las palabras de mi papá, en la nochebuena de 2017, año en que se cumplían 25 años de ese 5 de abril: “Ya no vale la pena”. Recuerdo entenderlo. Que hay épocas en las que la resignación es una virtud, y es una virtud que se aprende. Pero la indignación también. Los desaparecidos eran ronderos. Fueron asesinados por querer levantarse contra Sendero. Recibieron un escarmiento por querer levantar la humillada cerviz. En 2003, a través de un reportaje, ronderos campesinos de Pangoa piden armas y municiones al Estado para poder defenderse de los remanentes terroristas en la zona. En 2018, una emboscada terrorista deja a cuatro policías asesinados en Huancavelica. Si hace 24 años hubiera tenido 24 años, ¿habría perdido mi nombre para ser un número más? Pienso que si “recordar es volver a vivir”, y “pueblo que olvida su pasado está condenado a repetirlo”, ¿cómo se hace con aquello que no se quiere volver a vivir, pero que hay que recordar, justamente para no volver a vivir? Es cruel la sabiduría popular. O no la entendimos bien.
Varios dicen que el alcalde del CP Naylamp de Sonomoro “se puso la camiseta”. El día que se entregan los ataúdes se inaugura el mundial. Hace 36 años la Selección peruana no iba al mundial. La última vez fue en España, 1982, año en que se decreta la entrada del Ejército al conflicto armado interno. Treinta y seis años después, aún hay desaparecidos que encontrar. Los que documentamos la ceremonia perdemos la cuenta de cuántas mujeres (siempre mujeres) se nos acercan a pedirnos ayuda. Tienes muertos en fosas comunes, o familiares desaparecidos. De 1990, del 89, de antes. Saben dónde están, o les dijeron dónde los vieron por última vez. No saben con quién hablar, o con quien han hablado no les han dado respuestas. Una mujer que fue rondera reclama, tras la ceremonia, que el Gobierno nunca los apoyó. Todos viven su duelo de manera distinta, pero en esto coinciden. Las representantes del Estado armaron un conversatorio para esclarecer las dudas de los familiares. Dicen que hacen lo que pueden, que les gustaría poder llegar a todos. He escuchado esto antes. Todos los presentes también. Podría ser verdad. Pero eso no importa. Nos dijeron que la guerra se había acabado. Pero seguimos tratando de hacer castillos de arena con las cenizas. Tras el conversatorio, la Municipalidad invita pachamanca.
Al oscurecer, se arma un pequeño velatorio en el auditorio municipal, que queda debajo de la plaza de armas. Son pocos asistentes. Cada familia arma sus ramos y un pequeño rincón de velas frente a su ataúd correspondiente. Afuera, arriba, la plaza está viva. Escolares se juntan a charlar, jóvenes a hacer break dance donde horas antes se llevó a cabo la ceremonia, parejas coquetean. Hay un televisor gigante que se mantiene prendido hasta entrada la noche. Pasan programas culturales de youtubers, repeticiones de los partidos del día, un anuncio de la ceremonia que se llevó a cabo esa misma mañana. Es una especie de tráiler hollywoodense que la Municipalidad Distrital de Pangoa colgó en su cuenta de Facebook. “Veintiocho años después, las heridas no sanan”. Lo acompañan imágenes de las exhumaciones y de los familiares llorando. La solemne voz narradora llega hasta donde se hace el velatorio. Las familias parecen no darse cuenta. O no les molesta. Ya no les molesta. Algunos de ellos ríen, beben, comen, se toman fotos frente a los féretros, se abrazan. Están enojados y tristes. Están aliviados y perdidos. Si esto buscaban, y cuando lo encontraron no era lo que necesitaban, ¿ahora qué? Muchos han faltado a sus trabajos para poder asistir, otros tantos no han podido llegar a la ceremonia porque no podían dejar sus labores. La Municipalidad les entregó un terreno para que construyan viviendas allí. ¿Es esto Justicia?
Al día siguiente es la romería al cementerio. Ha llovido, pero las familias llegan puntuales. La misa del día anterior comenzó una hora y media más tarde de lo programado. Los acompaña la banda de la escuela distrital. Son casi tan numerosos como los deudos. El cementerio no queda muy lejos, pero el camino es de barro y ha empezado a lloviznar. Podría haber sido peor, es lo que dicen muchos. En el trayecto, pasamos por una escuela primaria, cuyos alumnos han salido a saludar la procesión. Agitan banderas blancas y blanquirrojas. En el colegio me enseñaron que el rojo de la bandera del Perú simbolizaba la sangre derramada para conseguir la Independencia. El blanco era la paz que vino después. Los 24 ataúdes que marchan frente a estos niños son del mismo blanco. Me pregunto si les seguirán enseñando lo mismo. Al llegar al cementerio, encontramos el amplio portón vehicular cerrado. El único acceso es la puerta peatonal, por donde solo puede pasar una persona a la vez. Ningún familiar reclama, solo entran.
Se hacen más discursos. “Tenemos las normas para convivir pacíficamente, pero el Estado debe hacer que estas instituciones funcionen. Esto sucedió por falta de presencia del Estado, especialmente en zonas rurales.”. Las autoridades que hablan sienten que fue un éxito, pero que no ha sido suficiente. Que no es un final, apenas un paso más. ¿Pero hacia dónde? El alcalde no está presente. Alguien menciona las palabras “verdad y reconciliación”. Suena sincero, pero la mayoría de los presentes está sirviéndose gaseosa y comiendo galletas.
Al principio hay confusión sobre qué espacio del mausoleo le corresponde a cada ataúd. Ninguna de las autoridades parecía tenerlo muy claro tampoco. Pero se resuelve todo pacíficamente. Unos cuantos se ponen a llorar, como deben haberlo hecho tantas veces desde 1990. Pero aquí no están solos. Un fotógrafo retrata a cada familia frente al mausoleo e imprime las fotos, como un recuerdo de parque de diversiones. Parecen todos satisfechos con esto. Como si esto si fuera algo que no les molestaría recordar. Dentro de 28 años, esta será una memoria un poco más agradable que la de 28 años antes. Muchos de ellos dejaron el distrito, se fueron de alguna forma u otra, escaparon de la violencia que los dejó sin nada. Hoy han vuelto porque ¿tenían? ¿querían? Hay niños presentes. Niños que tienen la edad que tenían muchos de los presentes cuando ocurrió la masacre. “Pangoa” significará para ellos otra cosa. Quizás en 28 años, cuando busquen en Google “Naylamp de Sonomoro”, el buscador les sugiera otras palabras.
Traté de despedirme de uno de ellos. ¿Le digo “lo siento”, por una pérdida que es más una herida abierta hace tanto que solo duele cuando se la tocan? ¿Le digo “gracias”, por haberme permitido hablar con él aunque seguro ambos sabemos que un encuentro así nunca va a ser suficiente? ¿Le digo “fuerza”, aunque yo no haya vivido lo suficiente para saber qué significa y él ha vivido tanto que ya le es irrelevante conceptualizarlo? Me despide con una sonrisa.
Al día siguiente (o en dos, tres días, por lo largo del viaje) él regresará a su rutina: buscar entrar de personal a alguna hacienda, a alguna fábrica, a hacer las labores que aún le permite hacer la herida que le dejaron en la espalda las balas senderistas. Volverá a su hogar, pondrá su foto souvenir del entierro en algún lugar de su sala, al lado del retrato de alguno de sus hermanos asesinados. O de sus padres, sus hermanos probablemente hayan sido muy jóvenes para tener una foto. O de ninguno, quizás no ha podido conservar la fotografía de ninguno de ellos, por el tiempo, por la vida. Quizás esta sea la única imagen que tiene de ellos, sus ataúdes en un mausoleo. Quizás prefiera eso, quizás prefiera el recuerdo del recuerdo al recuerdo mismo. Porque aunque para la sociedad ellos son solo unos más de los desaparecidos de Naylamp; y para el país son una cifra más de las 865 personas desaparecidas, halladas y entregadas a sus familiares; y para el Estado un caso menos de los 19 464 pendientes por resolver, para él fueron alguien, fueron personas con rostros y esperanzas y fuerza, desplazados fuera de la existencia y de su vida por un guerra que los superaba y de la que sin embargo fueron parte contra su voluntad, cuya presencia significó algo y cuya ausencia significa aún más aunque sea solo para él. Pero él es Wilmer. Y si Wilmer recuerda porque no le queda otra, ¿qué nos queda a nosotros?